Por Redacción
2021-10-22 15:21:42
Charly García. Foto: Nora Lezano.
Por Joaquín "El Colo" Alonso
Las efemérides redondas son siempre una excusa perfecta para sumergir al intelecto en un ejercicio de reflexión histórica. El disparo de largada que marca el momento ideal para salir a medirnos la cancha con otra aburridísima avalancha de fechas, historias y detalles sobre el homenajeado de turno. Una suerte de carrera en la que gana el que más cerca ha estado de ser parte de su entorno privado, para luego exponerlo como al más crudo de los pecadores y retratarlo en el climax de su perversión, porque eso es lo que vende y lo que ves, según nos quisieron vender varias veces, es lo que hay.
El caso es que a veces, cuando esa antena que recibe, traduce y transmite es tan potente como para desarmar a los moralismos más estructurados e inquisidores, descubrimos que la sensibilidad del artista es una fuerza demasiado grande para el ego. La responsabilidad de cargarse 5 generaciones de argentinos en la espalda para contenerlos en esta larguísima tragedia griega no es más que un peso muerto sobre los hombros de un antihéroe tan auténtico, real y exponente de nuestras falencias, al que preferimos exprimir, agotar y crucificar antes de admitir como reflejo de nuestra propia idiosincrasia.
En este caso, García merece otras formas. El artista que compromete a su propia integridad física y entrega su vida en pos de un puñado de discos extraordinarios no puede ser otra cosa que un genio. Un animal kafkiano que no deja de mutar y cuestionar, aún cuando no se lo comprenda, porque sabe que le tiempo puede darle la razón. Merece ser valorado como el visionario estético e ideológico que supo transmutar el clima colectivo de un país esquizofrénico en una narrativa filosa, inteligente y peligrosa para el conservadurismo que siempre lo defenestró por pura ignorancia y lo sentó en el tribunal mediático con la sola intención de desestimar lo que nunca entendieron. La libertad.
Charly García es, sobre todas las cosas, un símbolo de la cultura popular. Una voz mediante la cual identificarnos cuando las demás gritaron demasiado, se quedaron calladas o las desaparecieron mientras trataban de explicarse. La poesía de las masas que buscaron otros límites mientras los márgenes se achicaban cada vez más en un cuadrado asfixiante. El salto en technicolor cuando los blancos y negros escondían las peores intenciones. Fue Prince y fue Nirvana, fue Marilyn Manson con un salto de nueve pisos que hoy, a lo lejos, representa lo artísticamente revolucionario de una locura intencional y planeada. Fue Bob Dylan y Neil Young mezclado con máquinas de ritmo mientras las juventudes del caos menemista no encontraban su futuro. Es la conexión constante con el signo de los tiempos y ese público ya sin edad, que lo romantiza por lo que fue pero lo entiende por lo que es. Es el himno nacional cantado desde el pecho, cuando a la solemnidad se le arranca de golpe y se la entrega a un pueblo efervescente desde un balcón rosado. García es la política, el arte y la institución que se destruye para seguir construyendo mientras la observamos incendiarse.
No es casualidad, entonces, que los 70 de Charly nos impongan la emocionalidad como punto de partida, porque en realidad el artista del que hablamos, este ser volátil y extraordinario que no podría haber existido más que en la Argentina (por lo menos reconozcámonos ese logro), ha basado su obra en la intuición, la curiosidad y la introspección constantes como motivadores artísticos, tomando la decisión de asumir el riesgo y pagar el precio que implica convertir tu propia existencia en un hecho artístico. Lo hicieron Lou Reed, David Bowie, Prince y Charly García.
Es necesario este homenaje en vida. Es necesario el reconocimiento público y popular a quien reinventó tantas veces la música argentina y la respetó más que a sí mismo. A este símbolo de masas y norte absoluto. Este antihéroe maldito, que juega con la capacidad de que todo conspire siempre a su favor. El kamikaze que se entrega por completo ante el ardor de lo inexplorado con la sola intención de conocer lo impredecible y entenderlo. El tipo que convirtió al país en su escenario para deschavar la hipocresía cotidiana. El sadomasoquista que prefirió abrir el dolor y revelarlo en sus facetas más extremas y autodestructivas porque para esconderse y caretearla ya estaban los otros. El cancionista urbano con el ego más enorme y frágil de todos. La condensación sónica de las crisis sociales más profundas de una sociedad quebrada. El sol que resulta imposible de tapar por el dedo.
Al final, como se preguntaba en la canción, ¿Cuántas veces tendrá que morir para ser siempre él?, ¿Cuántas veces lo tuvimos que matar para entender que era asesinar una parte de nosotros?, ¿Cuánto tiempo le dedicamos a criticar ese espejo?. Seguramente, fueron demasiadas.
Salud eterna, gracias por todo y felices 70, hermoso gato de metal. Te vamos a amar siempre.
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